No tenemos que vivirlo todo
Hacer más, tener más, consumir más, experimentar más. Vivimos en un sistema que nos empuja constantemente a vivirlo todo, durante el mayor tiempo posible, en el máximo número de contextos posibles.
Nos bombardean sin descanso. Nos tientan con préstamos rápidos, ofertas especiales y “solo un episodio más” de nuestra serie preferida, cortesía de los servicios de transmisión a la carta.
Nos invitan, una y otra vez, a hacer algo, pensar algo, experimentar algo, comprar algo, consumir algo. La competencia por nuestra atención es feroz.
Por suerte, no estamos obligados a obedecer. Pero es evidente que estos eslóganes expresan una cultura que lleva tiempo rindiendo culto a la lógica de “todo lo posible, tan rápido como sea posible”.
Y, claro, uno se pregunta: ¿por qué no? ¿Por qué contenerse si tenemos la posibilidad?
La vida es corta —a veces trágicamente corta—, así que parece razonable querer ver, hacer y experimentar todo antes de que sea demasiado tarde.
Tenerlo todo se ha convertido en el ideal. Y bajo esa premisa, corremos de un lado a otro con la ansiedad de no desaprovechar el presente. Nos repetimos que es mejor arrepentirse de algo que se hizo que arrepentirse de no haberlo hecho. Perderse algo parece ser lo peor que puede ocurrir.
¿Cómo distinguir lo importante de lo irrelevante en un contexto así?
Antiguamente, en Grecia, la moderación —sophrosyne, en griego— era una de las cuatro virtudes cardinales. Es decir, un componente necesario de cualquier tipo de actividad ética.
Según ellos, solo era posible encarnar otras virtudes, como el coraje y la generosidad, si ejercíamos la moderación en todo lo que hacíamos; si dominábamos el arte de equilibrar nuestra vida y decidíamos perdernos de ciertas cosas para poder enfocarnos en otras, y trabajar desde ahí nuestras virtudes.
Perderse cosas tenía un valor fundamental. No solo porque limitaba el exceso, sino porque abría espacio. Espacio para lo que realmente importa.
No todo puede vivirse, ni todo debe vivirse. Reconocer eso no es resignación, es sabiduría. Y quizás nosotros también deberíamos volver a recurrir a esta antigua virtud, para volver a conectarnos con aquello que verdaderamente nos importa.