Prohibir sin educar es un error
Quienes se oponen a la prohibición de los smartphones en las escuelas suelen argumentar que, para muchos estudiantes, el aula es el único espacio donde realmente pueden aprender a usar estos dispositivos con responsabilidad y sentido.
Excluirlos, dicen, es dejarlos a su suerte: depender de lo que sus familias sepan —y puedan— enseñarles. Y eso, evidentemente, perjudica a los más vulnerables.
“Prohibir sin educar no es precaución: es abandono”, afirman con convicción.
Pero no estoy tan de acuerdo.
Es cierto que prohibir, por sí solo, no basta. Sin un proyecto educativo que enseñe a usar la tecnología con conciencia, cualquier restricción corre el riesgo de ser superficial o incluso contraproducente. Sin embargo, también es cierto que los teléfonos inteligentes, tal como están diseñados hoy, son profundamente incompatibles con los fines que la escuela debiera resguardar.
Porque, seamos honestos: la arquitectura actual de estos dispositivos —con su gigantesca oferta de entretenimiento digital y sus obscenamente millonarios algoritmos de manipulación conductual— está más orientada a captar y retener nuestra atención que a otra cosa.
Y esa lógica de interrupción permanente choca de frente con lo que la escuela necesita cultivar: la capacidad de pensar con calma y profundidad, de concentrarse, de escuchar, de compartir en paz.
Si a nosotros mismos nos cuesta resistir el impulso de revisar el teléfono cuando no deberíamos, ¿podemos esperar que adolescentes —cuyo cerebro aún no ha desarrollado del todo su capacidad de autocontrol— lo hagan sin apoyo ni límites claros? ¿Podemos confiar en que resistirán la maquinaria de una industria que ha invertido cifras obscenas para modelar sus hábitos?
La verdad es que no. Y no por culpa de los estudiantes, sino porque la industria misma ha hecho que así sea.
¿Significa esto que la prohibición, por sí sola, basta para enseñar un uso responsable de los dispositivos? Evidentemente no.
Como ya señalé, la escuela tiene también la responsabilidad de generar espacios formativos donde se enseñe, tanto a los estudiantes como a sus familias, a relacionarse críticamente con estas y otras tecnologías.
Porque sí, prohibir sin educar es un error. Pero permitir sin límite, también lo es.